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Comer sano sí es de ricos, pero no es por el precio de los alimentos

Céntimo por céntimo, una dieta saludable no tiene porqué ser más cara que una dieta insana. Y si fuese que sí, me refiero que el hecho de alimentarse de forma saludable fuese realmente más caro, esa diferencia económica no sería, en principio, desorbitada.

Antes de proseguir y para que nadie me malinterprete, no me refiero al precio de una única ingesta o lo que cuesta comer un único día, me refiero a prestar atención a un periodo de tiempo significativamente más grande, desde un año, pongamos, a incluso toda una vida.

Contamos con datos objetivos para poner de relieve que el carro de la compra se puede llenar más o menos bien y más o menos mal (desde el punto de vista de la salud) con casi el mismo dinero. Este estudio de revisión con metaanálisis encontró que las dietas más saludables eran cerca de 1,1 €/día más costosas que aquellas menos saludables, y señalaron esa diferencia como no significativa.

La clave: más allá del precio de los alimentos

En estos últimos años se ha puesto de relieve con bastante contundencia que las clases sociales más desfavorecidas tienen patrones de consumo de alimentos significativamente peores que las clases sociales más privilegiadas. Siendo así, la explicación es demasiado jugosa como para dejarla escapar: comer de forma saludable debe de ser más caro que el hacerlo mal.

Sin embargo, esta explicación puede que no sea del todo acertada.

La socióloga Piya Fielding-Singh, investigadora de los determinantes de la salud (principalmente sobre la alimentación y el tabaquismo), lleva años investigando sobre estas cuestiones y sostiene que, los padres de aquellas familias con más recursos económicos solían negarse con más frecuencia -en el 96% de las ocasiones- a las peticiones de “comida basura” de sus hijos que aquellos otros padres con menos posibilidades económicas, en estos casos solo se negaban ante el 13%  total de las peticiones. 

Antes de seguir, es necesario puntualizar que, según las apreciaciones de esta investigadora, las peticiones, por parte de los hijos, para acceder a comida insana (refrescos, snacks dulces o salados, etcétera) era prácticamente idéntico en todos los modelos de familia con independencia de su renta.

A pesar de ello, la respuesta de los padres era completamente diferente. Eran los padres con menos recursos económicos lo que con más frecuencia accedían a dichas peticiones.

Una de las posibles explicaciones de este diferente comportamiento ante las mismas peticiones de sus hijos, razona la socióloga, es que dichas solicitudes tengan un significado radicalmente opuesto para los padres. Así, aquellos que vivan en situación de mayor precariedad dicen en muchas más ocasiones “no” a sus hijos ante sus peticiones: un móvil de última generación, ropa de marca, etcétera, lo que les traslada un cierto sentido de culpabilidad.

Esta razón podría ayudar a explicar que, ante peticiones más accesibles de los hijos, por ejemplo, las relacionadas con “la comida basura”, estos progenitores estuvieran más predispuestos a acceder a los deseos de sus hijos.

En sentido contrario, los tutores con más posibilidades contaban con muchas más oportunidades para cumplir los deseos de sus hijos con independencia de su coste (o al menos con más independencia) y sería menos angustiante el decir “no” a las solicitudes de “comida basura”. Una respuesta que es posible reafirmara su compromiso con una educación responsable.

Por eso, concluye la socióloga: “Los padres pobres tienden a honran las peticiones de de bajo perfil nutricional de sus hijos con el fin de nutrirlos emocionalmente. Por su parte, los padres adinerados que niegan a sus hijos aquellos alimentos más superfluos, lo hacen para enseñarles hábitos saludables de por vida, no para negarles como tal el placer de consumir esos productos”.

La mala alimentación tiene un contexto complicado

Los argumentos anteriormente expuestos que, cuando menos, no son inmediatos, se suman a la compleja ecuación de los malos hábitos alimentarios que cuenta con innumerables variables y no pocas incógnitas.

Desde el precio, la disponibilidad alimentaria en las distintas zonas de una ciudad, el factor “agotamiento” de los progenitores, el entorno de los compañeros, la educación escolar y llegando a los horarios laborales, la ordenación urbanística, la publicidad alimentaria y un larguísimo etcétera, hace que este problema sea de todo menos sencillo de abordar.

Por estas razones cabe estar más convencido que nunca, que será difícil encontrar una solución que valga para todo el mundo y que no cuente con la implicación, en serio y no como un brindis al sol, de las administraciones sanitarias.

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